Había una vez una niñita marisabidilla que adoraba el Mediterráneo y pasaba largas horas contemplándolo y bañándose en él. Era muy buena nadadora. La niña había reparado en varias ocasiones en una ola grande y muy fuerte que veía romper en su playa ciertos días, pues las olas ya se sabe que viajan mucho y rompen en playas distintas. La niña se sentía muy atraida por aquel fenómeno natural y había deseado en demasiadas ocasiones abandonar su cuerpo a aquel torrente de aguas cálidas y sentirse empapada, abrazada, mecida, pero como sólo era una niña no la dejaban nadar muy lejos, luego todo quedaba en deseos.
La niña creció y se hizo hermosa y deseable y seguía saliendo casi cada tarde a nadar al mar. Le gustaba hacerlo desnuda, y solía ir siempre en dirección a aquella isla. Ya la habían avisado de lo peligroso de la travesía pero ella se sentía fuerte y capaz de hacerla sin mayores problemas. Después de cada trayecto todavía se sentía más fuerte y capaz. Y fue una tarde de septiembre, con el verano en fase terminal, que vió a aquella ola acercarse a lo lejos.
Indudablemente venía hacía ella, cesó de nadar y esperó flotando temblorosa que el inminente contacto fuera al fin una realidad, fueron unos segundos en los que llegó a pensar si no estaría soñando, pensó como sería al fin sentirla, pensó que pasaría después, pensó que la deseaba, y no fue consciente de la fuerza que la ola traía hasta que se estrelló contra ella, la agitó volteándola, la agarró fuerte por los brazos y luego también por las piernas, la mantuvo inmovilizada, observándola, y le gustó, le gustó tanto que la meció con ternura y calidez, rozándose con sus labios y acariciando con su espuma el excitado y agitado cuerpo, iniciando un ciclo de vaivenes que desatarían de nuevo su naturaleza de ola para terminar rompiendo enérgicamente contra aquel cuerpo, rompiéndolo a él también, marcándole la piel como si de latigazos se tratara, ruborizando sus nalgas, retorciendo sus pezones, colándole las aguas a presión por todos los agujeros de aquel abandonado cuerpo a la pasión.
Los jadeos de intenso placer humano se mezclaban con el rugir de la ola llevando los sonidos hasta la misma orilla de la playa donde aquellas personas que cuestionaban la fortaleza de la chica para llegar a nado a la isla, cuestionaban ahora que aquel acto salvaje, que para casi cualquiera hubiera sido letal les resultara a ellos tan satisfactorio y placentero.
La niña creció y se hizo hermosa y deseable y seguía saliendo casi cada tarde a nadar al mar. Le gustaba hacerlo desnuda, y solía ir siempre en dirección a aquella isla. Ya la habían avisado de lo peligroso de la travesía pero ella se sentía fuerte y capaz de hacerla sin mayores problemas. Después de cada trayecto todavía se sentía más fuerte y capaz. Y fue una tarde de septiembre, con el verano en fase terminal, que vió a aquella ola acercarse a lo lejos.
Indudablemente venía hacía ella, cesó de nadar y esperó flotando temblorosa que el inminente contacto fuera al fin una realidad, fueron unos segundos en los que llegó a pensar si no estaría soñando, pensó como sería al fin sentirla, pensó que pasaría después, pensó que la deseaba, y no fue consciente de la fuerza que la ola traía hasta que se estrelló contra ella, la agitó volteándola, la agarró fuerte por los brazos y luego también por las piernas, la mantuvo inmovilizada, observándola, y le gustó, le gustó tanto que la meció con ternura y calidez, rozándose con sus labios y acariciando con su espuma el excitado y agitado cuerpo, iniciando un ciclo de vaivenes que desatarían de nuevo su naturaleza de ola para terminar rompiendo enérgicamente contra aquel cuerpo, rompiéndolo a él también, marcándole la piel como si de latigazos se tratara, ruborizando sus nalgas, retorciendo sus pezones, colándole las aguas a presión por todos los agujeros de aquel abandonado cuerpo a la pasión.
Los jadeos de intenso placer humano se mezclaban con el rugir de la ola llevando los sonidos hasta la misma orilla de la playa donde aquellas personas que cuestionaban la fortaleza de la chica para llegar a nado a la isla, cuestionaban ahora que aquel acto salvaje, que para casi cualquiera hubiera sido letal les resultara a ellos tan satisfactorio y placentero.
Tres escenarios se me ocurren, al menos...
ResponderEliminarLa ola arrastra, seduce, llena de espuma y complace con una energía natural salvaje, ilimitada e insensible a veces, quien sabe si la niña no ha de equiparse con unas buenas aletas, pese a su pericia acuática, para velar por su integridad, no sea que un día esa sucesión de olas acabe hundiéndola sin devolverla a la orilla...
A veces, especialmente en el inicio del otoño, hay niños que pasan las tardes en el filo de una roca del rompeolas, especialmente si amenaza tormenta o hay resaca, para sentir el golpe de la espuma salada en el rostro, para refrescar los pensamientos, los sueños. Incluso a veces esos niños se adentran en el mar, confiados a su cuidado, poniendo sus fuerzas a prueba, desfilando junto a los afilados bordes del rompeolas, sintiéndose en libertad. Y cuando esos niños, insensatos arrogantes ante el resto y humildes ante la marea ven el juego del mar con la niña orgullosa y temeraria, no pueden más que sentir envidia de no tener semejante poder y ser ellos quienes arrastren ese cuerpo...
Por último, en las tardes de septiembre, el esfuerzo mental del socorrista, pensando si es bueno rescatar a la niña, si quedará como un héroe o como un estúpido ante sus ojos. Y el esfuerzo físico de meter la barriga cuando ella sale del agua empapada con esa cara de lujuriosa satisfacción, esperando que clave su mirada en él...
Besos sin arena.
:-)
Hyku, la niña había crecido y ya no era tal...
ResponderEliminarSiempre hay una niña, a veces se cubre, se disimula por la mujer que hace frente a la vida, se hace fuerte y hasta se olvida pero siempre anda por ahí. Y mala cosa si no vive una niña en el interior, coleccionista de sueños, fantasías e ilusiones porque entonces lo que queda está desprovisto de sentimiento.
ResponderEliminar;-)
A esa niña me refería..
Más besos
y le gustó, le gustó tanto que la meció con ternura y calidez, rozándose con sus labios y acariciando con su espuma el excitado y agitado cuerpo
ResponderEliminarUn día yo haré de ola y te quedarás esperandome flotando. ¿vale?
Después de leer atentamente esta narración, debo reconocer que ha despertado en mi cierto sentimiento, más bien cercano a la envidia que a otra cosa. A mi la niña/mujer me importa un rábano. Yo lo que quiero es ser la ola.
ResponderEliminarIr cogiendo fuerza en lo más profundo del mar para acercarme rugiendo hacia la costa, con la cresta erizada de espuma, mostrándome en el apogeo de mi potencia, mientras busco a la susodicha niña o a cualquier otra en la que descubrir indicios de atracción en su mirada ante mi poderosa presencia, hasta descubrir a la que de un modo tembloroso pero firme se dirige hacia a mi, sale a mi encuentro con una mezcla de deso y temor ante lo que se le viene encima, para abalanzarme sobre ella sin darle tiempo a arrepentirse, zarándeandola salvajemente hasta despojarla de cualquier vestimenta supreflua mientras la sumerjo hacia el fondo para volver a levantarla hacia la superficie mientras la empapo completamente, mientras la aplasto con mi peso que me sirve para penetrar cada poro de su piel, para penetrar en todos los orificios de su cuerpo, para que sienta que no tiene otro remedio que abandonarse ante lo que le ha caído encima, hacerle reventar de placer ante la embestida, penetrada por todos los sitios, gimiendo ante un placer intenso y brutal, romper sus sentidos en mil pedazos hasta que solo le quede uno, el que la hace sacudirse de un placer extremo olvidando todos los demás, para romperme yo en ella, y abandonarla después suavemente en la orilla, depositarla alli con delicadeza una vez roto mi fragor contra ella, dejarla exausta sobre la arena, para ir perdiendo de vista poco a poco ese cuerpo zarandeado brutalmente pero satisfecho mientras me voy retirando poco a poco de la orilla para dirigirme de nuevo a lo más prufundo, para volver a lo más recóndito del océano donde reponerme, donde recoger fuerzas y mis partes perdidas para ir armándome de nuevo, para volver a alzarme poco a poco y una vez recobrada mi potencia, aprovechar cualquier racha de viento para dirigirme de nuevo hacia la playa o a cualquier otra, absorbiendo fuerza en mi camino para volver a mostrarme en todo mi explendor y poder exhibirme ante la siguiente niña incauta y seducida ante la potestad de mi presencia.
Supongo que las ganas de ser ola se deben a que soy más bien un chorrito de manguera, que ya ni avasalla ni nada, y que su único poder reside, eso sí, en la capacidad de concentración para poder apuntar al sitio.
Marta, eres un encanto. Que pena no haberte conocido cuando podía ser ola.
Anónimo, tal y como están las cosas he de reconocer que leer eso del cuerpo flotando me pone los pelos de punta.
ResponderEliminarDejaría, eso sí, un bonito cadaver.
José María, creo que deberías abrir un blog.
ResponderEliminarBeso.
Soy demasiado perezoso para eso, para buscarme la obligación de mantenerlo activo. Me gusta escribir en el tuyo, eso si. Con este pequeño sitio donde me permites explayarme, tengo suficiente.
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